Fotografía de Anduin Guy. Palma. Febrero de 2001. |
“Uno
nunca sabe quién es. Son los demás los que le dicen a uno quién y
qué es. Y como esto uno lo oye millones de veces en su vida, por
poco que ésta sea larga, acaba por no saber en absoluto quién es.
Todos dicen algo distinto. Incluso uno mismo está siempre cambiando
de parecer.”
(Thomas
Bernhard)
En
mis muchos años de oficio he tenido clientes fáciles y difíciles,
más de los segundos que de los primeros porque, en general, la gente
no sabe lo que quiere y, si cree saberlo, en realidad no lo sabe,
dándose cuenta de ello, de esa ignorancia oculta tras una falsa
consciencia de saber, a poco que se le haga alguna pregunta o se le
exija determinada precisión acerca de sus equivocadas o
superficiales creencias. Basta con insinuar una contradicción, poner
a su alcance una duda, ¿está seguro de que eso es lo que quiere?, y
cualquier persona puede venirse abajo, comenzar a dudar
verdaderamente, sin importar cuánto sabía ni la seguridad con que
contaba para hacer su encargo. Vienen a mí, la mayoría, con una
idea simple, un esbozo de su deseo de convertirse en otros,
convencidos de que yo sabré interpretar esa simplicidad, a menudo
una sola imagen y a menudo una imagen borrosa, y dotarla de la
complejidad necesaria para adecuarla a su función. Las palabras
mágicas son “quiero ser”, “quiero ser esto o aquello”, no
“me gustaría parecer” sino “quiero ser”. Todo el mundo
quiere ser lo que no es, el mero parecido no es suficiente, la
esencia es lo que se persigue. Como si yo fuera un genio capacitado
para conceder todo deseo y toda apetencia por muy extravagantes que
se supongan. A estas alturas ya habrán adivinado que soy un
fabricante de máscaras, un sencillo artesano cuya especialidad es el
engaño, la burla, la estafa. Casi nadie ve en mí al filósofo,
prueba de la maestría alcanzada en mi trabajo, en especial en lo que
refiere a las circunstancias de mi propio enmascaramiento. La máscara
se da en todo tiempo y en todo lugar, y con más intensidad en el
mundo moderno, como intuía Schopenhauer. Y no es tan sólo un
atributo humano. Difícilmente puede responderse a la pregunta ¿qué
es una máscara? considerando únicamente los aspectos físicos,
materiales o corporales, relativos al hecho de enmascararse. La
máscara no es un objeto que se coloca por algún motivo delante del
rostro. Es claro que afirmar tal cosa sería una práctica
simplificación, pero no es el caso. En realidad máscara es “algo”
externo al yo en cuanto apropiación y peculiar en cuanto emanación
(un objeto, idea, procedimiento, gesto, actitud...), que se superpone
o recubre al ser para transformar su apariencia (que, a su vez, puede
ser ella misma otra máscara), en parte o totalmente, frente a la
visión del otro. Así pues, tenemos por un lado al sujeto emisor (el
yo) y al receptor (el otro), y por otro lado un elemento mediador (la
máscara) y, finalmente, una intencionalidad (el engaño). Pero
nótese que incluso la dirección de la anterior propuesta puede
invertirse, y ser el otro quien a través de su particular manera de
ver dote al sujeto de una máscara de la cual quizá él no sea
consciente. Cuando no se me ve como realmente soy, porque quien me
observa lo hace con ojos donde luce el interés, el prejuicio o las
emociones, de algún modo se me está adjudicando una máscara. De
modo que máscara puede ser hasta una forma de visión. Pero yendo a
lo concreto, sin por ello abandonar ni tener por qué hacerlo lo
inconcreto, ante todo, para fabricar una máscara, se necesita
previamente una cara. Sin cara a la que añadir el adverbio no es
posible componer la máscara. Esta afirmación no es, o no es tan
sólo, una chanza lingüística. Limitando el escenario donde se la
convoca a lo que atañe en exclusiva al rostro humano, pues la
totalidad de lo que existe es susceptible de enmascarar y ser
enmascarado, importa detenerse ahora, antes de entrar en materia, en
la carnalidad de ese rostro y en el acontecimiento que en tiempos
primigenios provocó que dejara de presentarse y comenzara a
representarse. Nuestros ancestros tenían cara, pero lo ignoraban. El
hecho de ver las caras de los otros no garantiza que uno también la
tenga. Para comprobarlo se acude al sentido del tacto y al espejo.
Sin embargo, aunque las manos del homo sapiens ya eran aptas para
elaborar herramientas, todavía la percepción táctil no alcanzaba
una sofisticación capaz, por el simple acto de tentarse el rostro,
de asociar formas y texturas a una idea o visión de sí que le
permitiera concebirse como semejante y, a la vez, distinto de sus
congéneres. Y en cuanto al espejo, inexistente por el momento, tuvo
que ser suplido por las aguas. La primera máscara no la hace el
hombre, la encuentra ya hecha, se le ofrece en la superficie variable
de las aguas, frente a la charca levemente distorsionada por el
viento, el remanso de algún río o el apaciguado borde del mar que
genera vida. En esa primera desfiguración reflejada ve el hombre no
la singularidad de lo que es sino la pluralidad de lo que puede ser.
Aspecto que cambia mientras la mirada permanece fija en él, imagen
activa que difiere, como si el proceso se hubiera salido del tiempo,
de la deformación producida por la mueca, cualquier asomo de
sentimientos o incluso el envejecimiento. Una vez se posee la visión
de la máscara, entonces ya se la puede soñar, proyectar y
construir. Combinando sus carencias y sus dones –porque la
naturaleza le ha privado de los múltiples adornos que otorga a otros
seres, dotándole, para compensar, de una hábil inteligencia en
desarrollo– adquiere el hombre consciencia de sí mismo y aprende
que para ser más debe ser siempre otro. Acentuar las diferencias nos
descarga del vacío que, como recipientes, portamos con nosotros y
nos llena de sentido. Somos lo que aparentamos, lo que cada uno
representa para los demás. Sin representación no hay espectadores,
no hay nada, se está solo. Cualidades de la máscara son entre otras
la repetición y la imposición. Nadie puede, por más que se desnude
o se resista, evitar el disfraz, ya que éste se adhiere a su piel y
allí se establece como naturaleza, parte esencial de todo lo que
existe y más de lo que vive y es humano. Y si uno, en lugar de negar
esa imposición, conscientemente la buscara, si decidiera hacer su
máscara para ser único, erraría por completo pues las máximas o
mínimas diferencias de la fabricación artesanal no evitan nunca que
los patrones se reiteren. Cierto que el catálogo sería extenso,
pero a la vez es limitado. En todo arquetipo se da la variación, del
mismo modo que ante un modelo dado las interpretaciones artísticas
cambiarían; no obstante, ese modelo permanecerá inmutable. La
máscara de la muerte puede adoptar las más diversas formas, pero el
concepto de muerte es uno tan sólo. Y eso vale tanto para el diablo
como para el jaguar, para las fuerzas elementales, los mitos, el
irónico arlequín y el férreo yelmo. Vale para todo porque todo se
repite, todo comparte origen y causalidad. Las miles y millones de
palabras que suman las lenguas provienen todas de un grito primordial
y desde luego primario, así que también las palabras son máscaras
de ese grito, de esa necesidad primitiva del silencio por ser voz,
por jugar al estallido, por escucharse a sí mismo. Se repiten, por
ejemplo, las citas literarias, máscaras del escritor, hasta que las
reconocemos como propias y nos recubrimos con ellas. Y mientras se
enmascara o desenmascara, tanto da, puesto que al desenmascararse no
puede tampoco eludir la exhibición de aquella otra máscara que
siempre hay por debajo, el escritor hace sus máscaras escribiendo;
cada personaje, una máscara de sí que a veces usa y a veces guarda
en el cajón de la escritura. El pintor, no importa lo que pinte,
está continuamente pintando su autorretrato, es decir su máscara.
El fotógrafo, aun sin saberlo, da la vuelta a la cámara y
fotografía su ojo cada vez que dispara. El escultor modela, talla o
construye siempre una máscara que le pertenece y de la que se
desprende. El actor no es concebible sin máscara, sea ésta tangible
o no, objeto ajeno a sí mismo o simple ademán; por ello en el
teatro de máscaras los actores aparecen doblemente enmascarados. El
músico compone su máscara con sonidos y el danzante con su danza. Y
quienes no danzan, ni componen, ni representan, ni esculpen, ni
fotografían, ni pintan, ni escriben, quienes sólo viven, también
lo hacen enmascarados. Cuando los dioses crearon a los hombres a su
imagen y semejanza no hacían otra cosa que forjarse máscaras,
máscaras cómicas y, en ocasiones, trágicas, pero máscaras al fin
y al cabo. Los padres, al gestar a los hijos, crean máscaras de sí
mismos, aunque luego esas máscaras se independicen y acaben siendo
nuevos creadores de nuevas máscaras (“un hijo es como un espejo
donde se ve el padre, y el padre es también un espejo donde el hijo
puede ver el porvenir” –Kierkegaard). Y por encima de todos
ellos, dioses y hombres, se halla el tiempo, el supremo hacedor de
máscaras. Artesano pausado pero infatigable, el tiempo es el
responsable último de todos nuestros disfraces, de su constante
modificación, su incremento de belleza, deformidad o decrepitud;
para él sí somos maleable arcilla, un puro juego de expresiones. Y
como es condenadamente perfeccionista, al final, nunca satisfecho, a
todos nos iguala y termina por darnos el mismo aspecto, la misma
máscara a todos sin excepción: la calavera. Pronto fuimos
conscientes de que el cráneo era la máscara definitiva; por esa
razón, una vez descarnado, lo adornamos con plumas, lo cubrimos de
barro, incrustaciones de conchas, piedras, marfiles, le añadimos
colmillos y pieles y crines, lo pintamos con sangre o abrillantamos
con betunes y ceras, le trazamos incisiones, lo portamos como máscara
sobre nuestras cabezas, lo encerramos en vasijas o sobre–modelamos
para él otras máscaras de oro y de plata. Pero antes de descubrir
la calavera, o quizá a la par, descubrimos el rostro, la posibilidad
de pintarlo, tatuarlo, esgrafiarlo, herirlo para obtener dibujos con
las cicatrices. Inconformistas natos, nadie quiere ser lo que es
porque es nada, o dicho de otra forma: somos un nudo de posibilidades
de ser, mas sólo eso, posibilidad, potencia, símbolo, jamás el
acto. Nos revestimos de máscaras para ser todo aquello que nunca
seremos, y en conclusión somos únicamente ese conjunto de máscaras;
pero incluso si las máscaras faltaran, si todas se deshicieran como
agua evaporada, todavía una sería visible, no a los ojos sino al
intelecto, la máscara de la invisibilidad. Sabedores de ser nada,
hemos querido ser todo: dioses y animales, espíritus y héroes,
seres imaginarios, fantasías, vegetación y fuego, monstruos y
mutantes. Metamórficos por decisión propia y también a nuestro
pesar, imitamos lo real y lo irreal, pues a nuestra debilidad
esencial le sigue la exigencia del camuflaje y la defensa, ser y
aparecer como lo otro para protegernos de lo que no somos. En tiempos
remotos, al igual que hoy, se usaban máscaras temibles para disuadir
al enemigo, máscaras poderosas o aberrantes inspiradas en nuestras
pesadillas. Primordialmente la máscara es agresiva o defensiva,
repele o hipnotiza, asusta o seduce. Todo lo demás se da por
añadidura. Hacer una clasificación exhaustiva de los diferentes
tipos de máscaras, atendiendo a características tales como los
materiales empleados, la forma dada, la escena donde aparecen, el
uso, su razón de ser, etcétera, no es tarea imposible pero
excedería con mucho los límites de este artículo. Una primera
división, sin embargo, las situaría en tres grandes grupos:
intangibles, epidérmicas y objetuales. Por su relación con las
diversas manifestaciones artísticas, como ya se ha insinuado, una
segunda división podría separarlas en teatrales, pictóricas,
escultóricas, literarias, gráficas, fotográficas,
cinematográficas, virtuales... Por su movimiento hay máscaras
centrípetas que igualan y asimilan al portador a su grupo, y
máscaras centrífugas, que lo separan. La religión sería
inimaginable sin máscaras, ya que todo en ella es fingimiento y
alegoría. Los dioses, traducidos por el anhelo humano, quieren
envolverse en humanidad, en tanto los hombres designan santos o magos
o chamanes intermediarios y, frecuentemente, también usurpadores,
para identificarse con los dioses. Como fabricante de máscaras, he
tenido ya tantos clientes que me es imposible recordarlos a todos, y
aunque me esfuerce citaré a unos cuantos y olvidaré a muchos,
confundiré sus rostros y de ninguna forma dominaré la cronología.
Recuerdo a una señorita llamada Medusa y a un rey Agamenón,
salvajes asaros que llegaban a mi taller desnudos pero cargados de
barro, feroces maoríes y oscuros dinkas solicitando tatuajes,
faraones acompañados de su séquito y divinidades y gatos, guerreros
temerosos de la espada solicitando una armadura, hombres que temían
al viento demandando turbantes, avergonzados verdugos en pos de una
capucha, fanáticos del capirote, recuerdo a un tal Fantômas y a un
tal Duende Que Camina, a una mujer pantera, a un superhombre y a un
hombre murciélago y a un hombre araña y a un Capitán América y a
un hombre de hierro y a un, así doblemente nombrado, a veces doctor
Jekyll y a veces mister Hyde, al Fantasma de la Ópera, hordas de
vikingos buscando máscaras de bronce, masais, nubas, yanomamos,
hulis, hopis, jívaros, macas, melpas, txucarramaes, yalibas,
kamaiuras y huicholes en busca de maquillajes, un fulano literato de
nombre Marcel Schwob que pretendía una máscara de oro, un
atormentado japonés Kôbô Abe en busca de remedio para su
deformidad, un anatomista doctor Frankenstein, un exigente demonio
demandando en exclusiva todas mis máscaras, monjes de Nepal, actores
que necesitaban desvanecerse en la inexpresividad del Nô, mujeres
que deseaban ser la mujer más bella del mundo, o brujas o hadas,
hombres que querían ser cerdos, matasanos de la peste, sádicos,
masoquistas, aficionados a travestirse, ciegos de naturaleza o
vocación rogándome lentes negras o bien una venda con que cubrirse
los ojos, y a tantos locos que ofrecían grandes sumas por un hábito,
una camisa de fuerza, un uniforme, tinglits habitantes del hielo
implorando por una máscara de oso o de lobo, de auténtica piel o de
madera, sacerdotes y hechiceros con la exigencia de un nuevo rostro
de piedra, omaníes, iraníes y otros árabes a la caza de velos para
sus hermosas pero invisibles mujeres, opulentos exhibicionistas que
encargaban máscaras de marfil, de jade, de plumas de pavo real y de
variadas joyas, ricos también que para aparentar ser humildes pedían
el basto lino y el esparto, pobres que para aparentar ser ricos
pedían la fina seda y el suave terciopelo, poderosos comidos por los
piojos ansiando elaboradas pelucas, asesinos persiguiendo las caras
del miedo, recuerdo al hijo de Minos que prefirió una máscara de
toro, y al hijo de Dédalo eligiendo una de pájaro, cien mil idiotas
queriendo parecerse a Elvis, decadentes tribus africanas y amazónicas
vistiendo caretas de fiesta para los turistas, balineses, tibetanos y
tailandeses aficionados a la papiroflexia enmascarativa, recuerdo a
tímidos bufones pidiéndome consejo acerca de cómo enmascararse
para provocar la carcajada, clientes principales fueron asimismo
representantes del Santo Oficio en requerimiento de máscaras de
tortura, el Ku–Kus–Klan, los nazis, los marines estadounidenses
y, en general, todos los bárbaros, muchos deportistas de elite
decidiéndose por espléndidos cascos publicitarios, políticos con
sus máscaras discursivas, jefes militares con sus condecoraciones,
jueces con sus togas, clérigos con sotanas y alzacuellos, policías
antidisturbios, espías, conspiradores, practicantes de strip–tease
y nudistas, buzos, astronautas, ancianos pretendiendo la máscara de
la eterna juventud y jóvenes pretendiendo lo contrario, infieles en
busca del disfraz de la fidelidad y el amor, amantes anhelando el
orgiástico disfraz del desenfreno, impotentes rogando por una
máscara de dominio, heterogéneas compañías de carnaval, vivos
emulando a muertos y muertos emulando a vivos, ángeles, diablos,
bhramanes, doncellas, madrastras, ogresas, cazadores y comparsas,
mexicanos adoradores de la muerte clamando por una dulce calavera de
azúcar, bereberes y tuaregs en demanda de metros y metros de telas
blancas, negras y azules, apicultores y maestros de esgrima igualados
por la fina trama de rejilla, payasos pidiendo narices postizas, una
sola ceja, un círculo bermellón para la mejilla, gente clandestina
implorando un pasamontañas, bandas urbanas locas por conseguir todo
tipo de complementos metálicos y afilados, príncipes queriendo
renovar sus coronas, fetichistas que proyectaban sus máscaras en
ídolos y tótems, artistas del performance y del body–art,
operarios de marionetas, representantes de kabuki y bunraku,
vampiros, licántropos, viejas burguesas desviviéndose por una nueva
y más tensa piel, adolescentes obsesionadas con la máscara flaca,
hombres–elefante y hombres–mono y hombres–pez, gárgolas
indagando si acaso podía yo reparar sus erosionadas máscaras,
momias precolombinas a por el lote completo, sudario y máscaras de
alabastro o pórfido o mármol o basalto, recuerdo a Melpómene, a
Talía y a otras musas, al ridículo Mefistófeles y al maligno
Depredador, inteligencias artificiales con el encargo de una piel
robótica, Anubis rastreando a su chacal, y a Zeus el insaciable
pretendiendo las seductoras máscaras del cuco, la serpiente y la
codorniz, viudas ansiosas por enlutarse, faunos y sátiros,
centauros, íncubos y súcubos, inescrutables mujeres afganas
cubiertas de la cabeza a los pies con el tchadri, y a un supuesto
Gregorio Samsa que deseaba devolverme su máscara de escarabajo y que
en realidad, como no tardé en descubrir, era el farsante Kafka bajo
la máscara de su personaje. Podría seguir indefinidamente con esta
caótica máscara de la divagación, pero mi plazo se acaba y mi
cliente debe empezar a impacientarse. Al fin y al cabo ya se habrán
hecho una idea aproximada de mi trabajo. Decirles, además, que he
sido y soy orfebre, herrero, sastre, maquillador, dibujante,
curtidor, ceramista, calígrafo..., y que muchas especialidades
secundarias me han sido de gran ayuda, imprescindibles incluso, para
confeccionar mis carátulas. “La máscara como obra de arte, y
detrás de ella el hombre.”, como dejó dicho Paul Klee en sus
Diarios. Por cierto, no quiero poner punto final sin mencionar
algunos nombres de colegas de profesión: al genial Francis Bacon,
que no hizo otra cosa en su vida más que retratar máscaras; a
Nietzche (“Todo lo que es profundo ama el disfraz. Todo espíritu
profundo tiene necesidad de una máscara.”); a Joel–Peter Witkin,
que fotografío el horror; a Dionisos, inventor del carnaval y
precursor de excesos; a Michel Leiris, director del Departamento del
África Negra del Musée de l´Homme y artífice, junto a Picasso,
del reconocimiento público hacia las máscaras africanas; a
Jean–Paul Gaultier, que desde hace años recupera para la moda los
tatuajes y pinturas faciales de los polinesios; a Baudelaire, que nos
aclaró ciertas cuestiones sobre la belleza y las mujeres, hoy de
plena actualidad (el maquillaje, viene a decir Baudelaire, le sirve a
la mujer para lograr que se olvide su naturaleza humana, para
convertirla en un ídolo y, como tal, ser idolatrada. “El
maquillaje acerca al ser humano a la estatua, es decir, a un ser
divino y superior.”); a David Cronemberg, por su fascinante
recreación del travestismo en su película Madam Butterfly; a Juan
Benet, por las soberbias fábulas donde cruza las máscaras con el
destino; a Oscar Wilde, que sabía que “los únicos personajes
verdaderos son los que nunca han existido” y que “el hombre es
menos él mismo cuando habla por su propia cuenta”, y aconsejaba:
“dadle una máscara y os dirá la verdad”... La máscara es un
artificio de sociabilidad; todos nos enmascaramos para relacionarnos
los unos con los otros, de lo contrario, si nos enfrentásemos
desnudos, cara a cara, mostrándonos tal cual somos, esa relación
sería insoportable, tan intensa que causaría pánico. Nos
enmascaramos, es decir: mentimos, fingimos, aceptamos las
convenciones sociales para hacer más llevadera la vida en común.
Sólo el que está realmente solo, auténticamente solo, no tiene que
recurrir a la máscara. Los demás, cada vez que nos enmascaramos,
nos vamos pareciendo más al sueño que de nosotros mismos tenemos y,
desde luego, al que la sociedad tiene de cada uno.
Salvador Alís.
(Texto escrito en 2005 para la Revista del Colegio de Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras de las Islas Baleares. No llegó a publicarse.)
(Texto escrito en 2005 para la Revista del Colegio de Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras de las Islas Baleares. No llegó a publicarse.)
Fotografía de Anduin Guy. Palma. Febrero de 2001. |
Señor Carrascosa, gracias por amenizarnos las largas jornadas laborales con su mascara de escritor. Un abrazo de un enmascarado trabajador aeroportuario.
ResponderEliminarEn la antigua Grecia, madre del teatro, los actores se ponían máscaras para aumentar el potencial de la voz y a la vez encarnar lo trágico y lo cómico de la vida atraves de grotescas expresiones de tristeza y alegría. Desde tiempos inmemoriales usamos la máscara ya sea física o ficticia para mostrar la versión más adecuada de uno mismo en diferentes situaciones. Pero la pregunta que más me inquieta es ¿dominamos nosotros a la máscara o es ella quien nos domina a nosotros?
ResponderEliminarAnónimo: Gracias a ti por leerme. Si has pasado un rato ameno o distraído con este breve ensayo, me alegro, y si te ha sugerido alguna cosa o ha alumbrado alguna idea, más todavía. Y no te olvides, en cuanto salgas del aeropuerto, de quitarte la máscara de trabajador y ser tú mismo (si es que tienes la suerte de saber quién eres). También un abrazo.
ResponderEliminarIgnatius: El mito de la máscara que se apodera de la cara (y de la personalidad) de quien la usa es muy antiguo y ha servido de pretexto en obras literarias, cinematográficas, etc. Durante los 20 años en que fui fabricante de máscaras, tomé cientos de notas y recopilé cientos de páginas, fotos y referencias bibliográficas respecto al tema. Mi idea era hacer un exhaustivo estudio, un gran tratado que se llamaría "Teoría de la máscara". Al final se convirtió en una obsesión y todo lo veía a través de esa lente (deformada). Pero sí, creo que las máscaras -en general- nos dominan por la razón ya apuntada: casi nadie está satisfecho consigo mismo y todos quisiéramos ser otro (ser más de lo que somos o ser diferentes, tener otra naturaleza u otra proyección social). De esa insatisfación ancestral derivan la mayor parte de nuestros conflictos personales y colectivos.
Con respecto al tema de las mascaras, llevo dias reflexionando sobre esto Sr. Carrascosa, al final de lo que te das cuenta es que todos y cada uno de nosotros lleva una mascara puesta, el problema viene cuando las fuerzas para llevar esa mascara desaparecen y hasta uno mismo desconoce a la persona que hay debajo de dicha mascara...supongo que sera cuestion de encontrar una nueva mascara que ponerse... en fin, una nueva reflexion...
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