EL OJO IZQUIERDO

 EL OJO IZQUIERDO 


El ojo izquierdo ha dicho "basta, hasta aquí hemos llegado",

hace tres días, al despertar de un largo sueño sin haber dormido, 

el ingrato, el ojo vago, el que ve la media luna en un círculo

y el cielo negro. 

Veinte años atrás ese ojo veía las letras en su tamaño 

y nítido su contorno, no mezclaba las rayas del tigre con su selva, 

no se agotaba por nada, no se compadecía de sí. 

Veinte años ya cediendo el paso al ojo derecho y siempre detrás, 

más lento, más inseguro, 

pero feliz al compartir con el oído de su lado todo lo que suena 

con más alto volumen. 

El oído derecho se confiesa tocado, medio sordo, apático. 

En el fondo se trata de esto: mitades que funcionan 

y otras que no. 

Medio cuerpo se deteriora a mayor velocidad que su contrario, 

por partes entrecruzadas, a izquierda y derecha, 

lo que resiste y lo que se va. 

Una diminuta nube, una pincelada de humo, una gota de agua sucia 

en el ojo izquierdo, el recuerdo del ojo seco 

que llevó a la muerte al corazón felino, 

la casualidad que iguala desgracia y destino: 

Nube y Hombre envejecen por igual y así deben sentir y acatar. 

Los párpados se relajan en dunas onduladas, 

piel que ha perdido su potencia y su tensión, cuerda de un arco 

que ha cedido por el uso y ya no impulsa la flecha. 

La pierna derecha más vulnerable que la izquierda, 

no el hueso sino de nuevo la piel, 

ese envoltorio al que cuesta regenerar, 

heridas que no cicatrizan, llagas que renacen, 

quemaduras que no dan tregua. 

Todavía el ojo derecho, con su verde fulminado y sus ojeras, 

es capaz de ver por él y por su antagonista,  

todavía ¿y hasta cuándo?

El ojo izquierdo ha dicho "basta", quizá la retina ha decidido, 

hastiada, desprenderse de toda referencia material y utilitaria. 

Las gafas de tres aumentos se rompieron, 

y se quebró la persiana para dejar pasar una luz que no descansa, 

tres días con sus noches sin otra oscuridad 

que la del alma. 


Salvador Alís.



 


 


QUISIERA SER OPTIMISTA


Quisiera ser optimista, tener de mi lado la verde esmeralda, 

cambiar mi vieja piel por agua fría, creer 

que cuando un pájaro cae, detenido en el aire por nube malsana, 

no muere, y dejando inerte su cuerpo en la tierra o el asfalto  

prosigue su vuelo. 


Quisiera esperanzado complicar un poco más mi voz, 

hasta que los distraídos presten atención 

y los que huyen vuelvan la cara y vean aquello que les persigue. 


Y de tal forma y en consecuencia, buscar siempre el mar 

porque el mar me alegra y estremece. 


Quisiera entonces obtener del paseo de esta tarde su provecho: 

Escaleras de granito y cantos rodados, 

pinos, palmeras, y un cielo de fondo aguado y gris y turbio. 

Dos músicos, flauta y guitarra, y la clara entonación 

de una cantante adolescente. 

Las luces de un decrépito barco oxidado aún apagadas. 

Y la inocente jauría de perritos blancos 

que se reconocen y saludan con hocicos húmedos y colas vibrantes. 


La ciudad también se mueve y agita, 

igual que los discordantes vestidos rojos donde baila la brisa 

de las modelos que, sobre inestables tacones, 

suben y bajan incansables las escaleras de piedra gastada 

mientras son grabadas por ojos incisivos. 


Finales de agosto o mediados de septiembre, 

temperaturas altas, el sol que va y viene, la humedad elevada  

en encendidos atardeceres de vino tinto, 

las nubes negras y las sombras desdibujadas 

ante la extraña multitud de ojos rezagados de su mirada. 


El despiste y la muerte, desde esta orilla y en esta hora, 

interpretando su falso dueto improvisado.

La flauta y la guitarra ya no suenan y la cantante 

acepta monedas a destiempo. 


Un perro negro, imponente como una gárgola, 

ladra con insistencia. 

Los focos que van a iluminar la catedral se activan. 

El viejo barco sin apenas luz se aleja y se pierde. 

Y por más que se intenta, el horizonte no se ve. 


Tras este impulso de aparente verdad declamada: 

el olvido y la muerte. 



Salvador Alís.