miércoles, 29 de noviembre de 2017
EL PERRO DEL VESUVIO
Árboles quemados en las laderas del Vesuvio. 11-11-2017. Fotografía de Salvador Alís.
Desde la playa de Castellammare di Stabia contemplo el Vesubio imponente insertado en una lejanía azul. Esto sucede el 12 de noviembre de 2017. Un día antes completé la subida hasta el cráter, estuve en esa falsa cima que ahora voy recordando como si de alguna forma volviera a encontrarme sobre ella. A pesar de algunas nubes, el once fue un día luminoso.
¿Por qué he subido al volcán? ¿Cómo es que he podido hacerlo? Es obvio que porque otros lo hacen constantemente, yo solo no me hubiera atrevido. Creo que nadie lo hace por la noche y que, cuando el tiempo es malo, se suspenden las excursiones. Pero en días soleados como éste, cientos de personas pueden aventurarse en la hazaña de llegar hasta el borde y trazar en él una paseo semicircular.
Ese enorme agujero, donde nada ha cambiado desde 1944, tiene 600 metros de diámetro y 200 de profundidad. Diecinueve siglos antes pudo acabar con la vida de decenas de miles de habitantes de Pompeya.
El gregarismo de nuestros días implica casi siempre falta de respeto hacia los que no se unen y prefieren permanecer separados. Turistas nacionales y extranjeros, curiosos en general, amantes de la naturaleza, activos estudiantes y nerviosos jubilados se juntan en el parking a unos mil metros de altura y comienzan a caminar, a veces en fila india, por el camino de tierra negra que desemboca en el cráter; aunque cada uno respira a su compás, y cada uno tiene sus propios pensamientos y alguno planea llevarse en los bolsillos 3 ó 4 piedras volcánicas.
En lo relativo a esas piedras: las hay rojizas, como grumos solidificados de hierro que antes fue líquido; las hay verdosas, contaminadas por el azufre que antes de ser polvo fue gas; las hay negras, pero no con la frágil textura del carbón sino con la aparente dureza del cristal, aunque sin brillo y sin alma; y las hay grisáceas, compactas como sólo las piedras grises pueden serlo, sin temor a mostrar su extrañeza ante el volcán.
Durante la ascensión se pueden ver un par de lugares con tenderetes de souvenirs, donde el visitante crédulo puede adquirir desde una calavera hasta un león (de tamaño natural la primera, miniatura el segundo) siempre tallados en lava. Y, por último, al final del recorrido, hay un tercer lugar con los mismos recuerdos, las mismas baratijas y una novedad: dos pequeñas barricas de madera con vino blanco y vino tinto. Pido un vaso (en realidad un vasito de plástico transparente) de Lacrima Christi del Vesuvio y hago algunas fotos. Soy uno más entre muchos.
En este caso la cámara hace el papel de escudo, se interpone entre el enorme agujero y uno mismo, equilibra las emociones -por así decirlo- como al pesar en una balanza de platillos nuestros latidos y sus disparos, nuestro corazón alterado y el vacío expectante que contemplamos, con resultado igual a una perfecta verticalidad del fiel de esa balanza.
De haber subido solo, de no mediar el distanciamiento de las fotografías y el rumor de otras voces y otros pasos, creo que sentiría pavor ante la visión del cráter, algo parecido en intensidad aunque desprovisto de miedo ante la segunda visión, la externa: laderas del volcán, ciudades llanas, el mar, las islas. Es tanta la luz que en las fotografías, deslumbradas, no pueden apreciarse los detalles.
Para alcanzar esta meta -ver con los ojos pero no ser capaz de fijar una instantánea- fue necesario equivocarse, tomar otro camino que se detenía repentinamente ante una verja de hierro con un cartel que anunciaba el parque forestal del Vesuvio, entre miles de altísimos pinos quemados no hace mucho. Fue necesario bajar otra vez al nivel del mar, o casi, hasta Torre Annunziata o Torre del Greco, ya no lo recuerdo, y de nuevo volver a subir.
El parking del Vesuvio no es más que una larguísima carretera en el bosque. Desde el parking hasta el comienzo propiamente dicho de la zona de ascensión a pie, unos dos kilómetros asfaltados, una furgoneta con una decena de asientos se encarga del transporte de pasajeros, los que han utilizado vehículo propio descartando los autobuses, para depositarnos en el final de la curvada vía, entre tenderetes de souvenirs y cápsulas de plástico alineadas para atender las necesidades incontenibles, en esos momentos y esas alturas, de muchos desconcertados visitantes.
Según diversas guías, la ascensión desde aquí hasta el borde puede durar 15, 30 ó 45 minutos. Tuve que detenerme unas seis veces para que mi corazón normalizara su ajetreo. El aire más puro, la visión tan despejada. Subir a una montaña siempre tiene algo de ritual: requiere un esfuerzo adecuado a sus características morfológicas (físicas y lingüísticas), dando por supuesto que, al alcanzar la cima, se habrá coronado una cierta altura y una considerable comprensión.
Apurando el último sorbo de Lacrima Christi, apoyado en una endeble barrera de troncos frente al abismo de más de 1.200 metros y ante el infinito mar, se me ocurre pensar que en el fondo un volcán no es más que un enorme culo, uno de los miles de culos de que se vale la Tierra para expeler sus gases nocivos y su incandescente materia fecal.
El conductor de la furgoneta que nos trasladó desde el parking hasta la recepción propiamente dicha del cráter, amenizó el breve trayecto con la siguiente historia: "En julio de este año, un hombre subió al Vesuvio con un perro y una botella de gasolina. Echó la gasolina sobre el perro, le prendió fuego y lo dejó correr."
Salvador Alís.
viernes, 24 de noviembre de 2017
LOS CENTAUROS DE ITALIA
Pocos días antes de emprender viaje a Italia, compré un libro que me pareció adecuado para leer en los aviones y, tal vez, alguna noche en una cama extraña y con la escasa luz de una lamparilla inadecuada. Ese libro, elegido por no importa qué razones pero favorecido por su portada, fue El oficio ajeno de Primo Levi. Soy de los que creen que las casualidades se dan en la vida de forma apabullante, tan rápidas que en ocasiones pasan inadvertidas, tan extrañas que en ocasiones cuesta reconocerlas, tan ajenas a nuestro análisis que nos esquivan sin interrogantes ni huellas. Casualidades que suceden, para maravilla del que repara en ellas, en los momentos en que la sensibilidad se ejercita en ese juego donde también participan el azar, los ojos, los oídos, la memoria, la experiencia, páginas leídas y pasos dados sobre los bordes de la realidad.
Una casualidad es una repetición diferente, algo que, significando lo mismo, ocurre para ser otra cosa. En la portada de El oficio ajeno aparece un centauro arrogante, que dobla los brazos hacia afuera apoyando el dorso de las manos en su cadera; un cuerpo caballuno, cuatro patas, cola roja y un bigote que me recordaba el mío de hace algunos años. A decir verdad, el rostro del centauro se parecía a mi rostro en una fotografía de 1976, cuando tenía veinte años y esa arrogancia del centauro.
En el Foro de la ciudad muerta, Pompeya, hay un amplio pedestal sobre el que se eleva un centauro armado. El arma es una lanza, pero el centauro carece de brazos y manos.
El 12 de noviembre de 2017 quedaba todavía en Pompeya la última estatua de Igor Mitoraj, después de su exposición (entre mayo de 2016 y enero de 2017) y su muerte.
Tengo que reconocer que en la vorágine del viaje, me costó descubrir que el centauro de Pompeya no era una obra original, romana al menos, sino la obra de un loco contemporáneo que imitaba la grupa de un caballo clásico, en bronce, abriendo allí una ventana o caja que contenía el rostro, la cabeza de otro hombre (nunca el jinete, el hombre de acción; nunca el adiestrador, el hombre de gobierno; nunca el autor, el hombre de pensamiento y, por supuesto, nunca una reproducción del propio centauro), seguramente un observador irónico.
Los turistas contemplan y fotografían al centauro de Pompeya, se agrupan para la contemplación y las fotografías, son en su mayoría japones ávidos de piedras y volcanes. Ignoran que a su vez, el rostro en la grupa del caballo los contempla a ellos y transmite esa imagen a su creador, Igor Mitoraj, muerto en 2014.
La lectura de Primo Levi en los aviones ha sido provechosa. Hay que reconocer que ha sustituido el inquietante zumbar de las turbinas por una escritura calmada y clara, donde uno goza de la tranquilidad de leer al tiempo que se le ofrecen paisajes nítidos y descifrables.
Hubo en Italia constelaciones, azulejos, etiquetas de vinos; por todas partes (y esto significa también casualidad) representando el dibujo de Sagitario, mi signo en lo que corresponde al día en que nací.
Un centauro con un arco, un centauro con una lanza pero sin brazos, un centauro con los brazos doblados por los codos en actitud desafiante.
No se encontraron en Pompeya centauros calcinados, algunos perros sí (no he visto cadáveres de gatos); ni los hay reales en la literatura ni en la pintura.
Yo no podría ser un centauro-sagitario, ni mirar de lejos al Vesuvio desde el Foro o desde la mesilla de noche de la casa en el suburbio de Iaconte, a 362 metros sobre el nivel del mar, coronando Vietri sul Mare, en aquella terraza donde admiré las estrellas. Pero se han dado tres coincidencias, tres casualidades que, sin ser las mismas, equivalen en cuanto a símbolos: la flecha puede ser disparada, imposible arrojar la lanza, se espera una respuesta y el que pregunta no se contenta con el silencio.
Salvador Alís.